martes, 5 de junio de 2018

Misma Cocina

Esta mañana, según ocupaba el lavaplatos en la cocina que me vio crecer a golpe de galletas con Nesquik, sonaba en mi transistor 3.0, es decir a través de Spotify en mi altavoz bluetooth conectado a la tablet, algunos temas de rock español que también me vieron crecer a golpe de conciertos, greñas y minis de birra autóctona.

Y cuan caprichoso es el bazo y sus emociones, que casi se me han escapado algunas lágrimas al absorber de nuevo aquellas melodías que marcaron mi carrera mucho más que muchas tediosas asignaturas. Y me he puesto a cantar y casi a hacer malabares con los platos que el lavavajillas iba engullendo atónito ante mi giro brusco de humor.

Y me he acordado repentinamente de mi madre, a la cual en tantas ocasiones escuché entonar su mediterráneo, o su salve rociera, o su maría de la O, y sin embargo te quiero… precisamente en la misma cocina, frente a la misma ventana que da al patio, quizá con los abuelos de los dos geranios que aún nos quedan.



La música cambia, los electrodomésticos se estropean y hay que cambiarlos, y las personas se van yendo… pero el sentimiento permanece en el aire como aquel aroma a bizcocho de yogur de mi madre que impregnaba toda la casa durante varios días...

Estoy seguro de que ella también se desperezó con música de su rutina letal en incontables ocasiones, como lo he hecho yo esta mañana. La melodía ocupa la estancia, se mete hasta el alma como un virus analgésico, y el duende empieza a vibrar y vociferar desde su mazmorra.

Entonces un rayo atraviesa el tupido techo de nubes, pasa a través de los geranios en flor, cruza el cristal, e ilumina el rostro de mi madre… y el mío a la vez, rompiendo el espacio tiempo por un momento que se hace eterno. Y vuelvo a hablar con ella, pero no puedo en realidad abrazarla junto a los geranios de la cocina porque yo ya soy ella, igual que cuando siendo un niño la escuchaba cantar con el tono más dulce y andaluz que jamás he oído en toda mi vida, porque yo también fui aquella sonrisa de esperanza y aquella mirada de amor que aúna toda una vida en un sólo instante.

Gracias Mamá
(28/11/1929 – 5/6/2009)

martes, 10 de abril de 2018

Raíces

Esta tarde he hablado una vez más con la propietaria de la residencia, donde mi padre vivió sus últimos días. Me ha contado su versión de aquellos momentos en que motu proprio, inducido, o simplemente porque el destino y la naturaleza obedecen leyes que aún estamos lejos de comprender, se pasó al otro lado.
Ahora están los dos juntos, papá y mamá, en un lugar quizá muy distinto al de la foto que tengo frente a mis ojos mientras escribo estas líneas. Quizá sea mi madre la que me está empujando a escribir, mientras escucho en el ordenador esa melodía de saxo y melancolía, que hace apenas treinta años escuchaba en el escritorio de mi hermano, mientras vivía con la certeza de que mis padres jamás me faltarían.



Pero hoy ya no están, en una realidad tan tangible como aquella en la que podía abrazarlos hasta cansarme. La misma casa, el mismo espacio, millones de instantes que aún flotan en el ambiente… pero aquí ya no queda nadie a quien abrazar. Quedan fotos y escritos que de pronto uno encuentra aquí y allá, pero nadie a quien besar ni a quien decir lo mucho que le quieres mientras observas su sonrisa de amor correspondido.
La foto que ahora me asiste para asomarme a este tragaluz nocturno fue tomada hace poco más de catorce años. Mis padres posan en una cuesta de algún rincón del norte, junto a la nieve acumulada en su cuneta, bajo la regia mirada de los abetos locales. Mi padre sonríe, pero mi madre pone ese gesto tan suyo de no estar del todo convencida de salir en condiciones. Gesto que adquiere todo el sentido cuando le doy la vuelta a la foto por si acaso me diera alguna información, y leo las siguientes líneas del puño y letra de la mía Mamma:

RONCESVALLES   12 DE LA MAÑANA
14 MARZO  DOMINGO 2004
DÍA de SOL y NIEVE  ¡QUÉ MARAVILLA!
Pero nos pasaba la terrible masacre de los trenes en MADRID

Vuelvo a acercarme entonces a mirar la foto para ver mejor el detalle de sus caras, pero me tengo que quitar las gafas. Lo que me hace pensar que tampoco tenía presbicia en aquel momento. Seguramente tenía otras cosas que me atormentaban de igual forma, empezando por la incredulidad frente a la masacre de los atentados de aquel año en los trenes de cercanías de Madrid. Quisiera seguir hablando de mis padres, a los que nunca volveré a ver, al menos en este plano de la existencia. Pero el dolor y el célebre tema de Satie que suena en estos momentos me llevan directamente a alguna de esas familias que se rompieron también para siempre esa mañana laborable. O a alguna de esas otras familias que se rompen cada semana en oriente medio, víctima de este mundo tan estúpido como desigual.
¿Qué es mi dolor en comparación con el dolor de ese chico que se acaba de quedar huérfano antes de tiempo en la franja de Gaza, o de aquella chica de las afueras de Alepo?
Al igual que Amelie Poulain en Montmartre, imagino cuanta gente estará escuchando la misma música emotiva que yo en estos momentos, pero tampoco puedo dejar de imaginar cuanta gente estará recordando a sus seres desaparecidos, a los que nunca volverán a abrazar. Y esto me hace pensar y conectar por un instante con el resto de la humanidad, en este preciso momento otros 7.601.846.461 como yo, que nacieron sin excepción todos de un padre y de una madre. Todos habrán pasado en uno u otro momento por las mismas curiosas etapas de la vida de un animal humano, en esta vida o en otra.
Y es entonces cuando me vuelvo a preguntar el significado de todo esto. Si lo que nos ha hecho llegar hasta aquí ha sido precisamente el amor, ese que nos enseñaron es quizá el origen de la vida, o más bien la violencia y el odio, esos que también nos enseñaron son necesarios para protegerte del la hostilidad del entorno.


Buscad la belleza. Es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo. Nos decía el aquel locutor mentor de la misma música que esta noche marca el ritmo de mis recuerdos, mientras sonaba aquella sintonía de cierre de la mano de Phil Cunningham. Lo contrario del amor no es el odio, es el miedo. Rezaba una escena de película española de cuyo nombre no logro acordarme.
Y no sé porqué, algún día llegué a pensar que tras el impensable dolor por la muerte de mis padres, no me cabría otra opción que madurar de golpe, como lo hacen las crisálidas al transformarse en mariposas…