Esta mañana, según ocupaba el lavaplatos en la cocina que me
vio crecer a golpe de galletas con Nesquik, sonaba en mi transistor 3.0, es
decir a través de Spotify en mi altavoz bluetooth conectado a la tablet, algunos
temas de rock español que también me vieron crecer a golpe de conciertos,
greñas y minis de birra autóctona.
Y cuan caprichoso es el bazo y sus emociones, que casi se me han escapado
algunas lágrimas al absorber de nuevo aquellas melodías que marcaron mi carrera
mucho más que muchas tediosas asignaturas. Y me he puesto a cantar y casi a
hacer malabares con los platos que el lavavajillas iba engullendo atónito ante
mi giro brusco de humor.
Y me he acordado repentinamente de mi madre, a la cual en tantas ocasiones
escuché entonar su mediterráneo, o su salve rociera, o su maría de la O, y sin
embargo te quiero… precisamente en la misma cocina, frente a la misma ventana
que da al patio, quizá con los abuelos de los dos geranios que aún nos quedan.
La música cambia, los electrodomésticos se estropean y hay que cambiarlos, y las
personas se van yendo… pero el sentimiento permanece en el aire como aquel aroma
a bizcocho de yogur de mi madre que impregnaba toda la casa durante varios días...
Estoy seguro de que ella también se desperezó con música de su rutina letal en
incontables ocasiones, como lo he hecho yo esta mañana. La melodía ocupa la estancia,
se mete hasta el alma como un virus analgésico, y el duende empieza a vibrar y
vociferar desde su mazmorra.
Entonces un rayo atraviesa el tupido techo de nubes, pasa a través de los
geranios en flor, cruza el cristal, e ilumina el rostro de mi madre… y el mío a
la vez, rompiendo el espacio tiempo por un momento que se hace eterno. Y vuelvo
a hablar con ella, pero no puedo en realidad abrazarla junto a los geranios de
la cocina porque yo ya soy ella, igual que cuando siendo un niño la escuchaba
cantar con el tono más dulce y andaluz que jamás he oído en toda mi vida, porque
yo también fui aquella sonrisa de esperanza y aquella mirada de amor que aúna
toda una vida en un sólo instante.
Esta tarde he hablado una vez más con la propietaria de la
residencia, donde mi padre vivió sus últimos días. Me ha contado su versión de
aquellos momentos en que motu proprio, inducido, o simplemente porque el
destino y la naturaleza obedecen leyes que aún estamos lejos de comprender, se
pasó al otro lado.
Ahora están los dos juntos, papá y mamá, en un lugar quizá
muy distinto al de la foto que tengo frente a mis ojos mientras escribo estas
líneas. Quizá sea mi madre la que me está empujando a escribir, mientras
escucho en el ordenador esa melodía de saxo y melancolía, que hace apenas
treinta años escuchaba en el escritorio de mi hermano, mientras vivía con la
certeza de que mis padres jamás me faltarían.
Pero hoy ya no están, en una realidad tan tangible como
aquella en la que podía abrazarlos hasta cansarme. La misma casa, el mismo
espacio, millones de instantes que aún flotan en el ambiente… pero aquí ya no
queda nadie a quien abrazar. Quedan fotos y escritos que de pronto uno
encuentra aquí y allá, pero nadie a quien besar ni a quien decir lo mucho que
le quieres mientras observas su sonrisa de amor correspondido.
La foto que ahora me asiste para asomarme a este tragaluz
nocturno fue tomada hace poco más de catorce años. Mis padres posan en una
cuesta de algún rincón del norte, junto a la nieve acumulada en su cuneta, bajo
la regia mirada de los abetos locales. Mi padre sonríe, pero mi madre pone ese gesto tan suyo de no estar del todo convencida de salir en condiciones. Gesto
que adquiere todo el sentido cuando le doy la vuelta a la foto por si acaso me
diera alguna información, y leo las siguientes líneas del puño y letra de la
mía Mamma:
RONCESVALLES12 DE LA MAÑANA
14 MARZODOMINGO 2004
DÍA de SOL y NIEVE¡QUÉ
MARAVILLA!
Pero nos pasaba la terrible masacre de los trenes en MADRID
Vuelvo a acercarme entonces a mirar
la foto para ver mejor el detalle de sus caras, pero me tengo que quitar las
gafas. Lo que me hace pensar que tampoco tenía presbicia en aquel momento.
Seguramente tenía otras cosas que me atormentaban de igual forma, empezando por
la incredulidad frente a la masacre de los atentados de aquel año en los trenes
de cercanías de Madrid. Quisiera seguir hablando de mis padres, a los que nunca
volveré a ver, al menos en este plano de la existencia. Pero el dolor y el
célebre tema de Satie que suena en estos momentos me llevan directamente a
alguna de esas familias que se rompieron también para siempre esa mañana
laborable. O a alguna de esas otras familias que se rompen cada semana en
oriente medio, víctima de este mundo tan estúpido como desigual.
¿Qué es mi dolor en comparación
con el dolor de ese chico que se acaba de quedar huérfano antes de tiempo en la
franja de Gaza, o de aquella chica de las afueras de Alepo?
Al igual que Amelie Poulain en Montmartre,
imagino cuanta gente estará escuchando la misma música emotiva que yo en estos
momentos, pero tampoco puedo dejar de imaginar cuanta gente estará recordando a
sus seres desaparecidos, a los que nunca volverán a abrazar. Y esto me hace pensar
y conectar por un instante con el resto de la humanidad, en este preciso
momento otros 7.601.846.461como yo, que nacieron sin
excepción todos de un padre y de una madre. Todos habrán pasado en uno u otro
momento por las mismas curiosas etapas de la vida de un animal humano, en esta
vida o en otra.
Y es entonces cuando me vuelvo a
preguntar el significado de todo esto. Si lo que nos ha hecho llegar hasta aquí
ha sido precisamente el amor, ese que nos enseñaron es quizá el origen de la
vida, o más bien la violencia y el odio, esos que también nos enseñaron son
necesarios para protegerte del la hostilidad del entorno.
Buscad la belleza. Es la única
protesta que merece la pena en este asqueroso mundo. Nos decía el aquel locutor
mentor de la misma música que esta noche marca el ritmo de mis recuerdos, mientras
sonaba aquella sintonía de cierre de la mano de Phil Cunningham. Lo contrario
del amor no es el odio, es el miedo. Rezaba una escena de película española de
cuyo nombre no logro acordarme.
Y no sé porqué, algún día llegué
a pensar que tras el impensable dolor por la muerte de mis padres, no me cabría
otra opción que madurar de golpe, como lo hacen las crisálidas al transformarse
en mariposas…