Puede ser adrenalina lo que produce el cuerpo de la gacela para tener esa centésima de segundo sobre el guepardo. Quizá sea adrenalina lo que mi cuerpo también necesita para subsistir en una infinita sabana de aceras y semáforos en rojo.
Pero no somos gacela, ni somos guepardo. Somos mujeres y hombres con el miedo de la gacela y la ambición del guepardo mezclados en cada uno de nosotros. Y las ganas de luchar las necesitamos en nuestra jungla, para comer y no ser comidos, varias veces en un mismo día.
Yo también necesito tener ganas de tener ganas. Para comer y no ser comido. Para querer luchar en la búsqueda de mis sueños y para poder luchar contra los que me quieran quitar lo poco que tengo. Yo también necesito adrenalina.
Vivir es un acto de fe, pero sobretodo es un acto de ilusionismo. Como el niño que baja raudo al parque donde le aguardan sus amigos con el balón de reglamento. El mundo se detiene en ese punto, en el saque inicial del partido. Y mis pantalones cortos tiemblan conmigo en la comida, y durante los deberes, y mientras bajo los escalones de tres en tres, porque ambos estamos programados para una misma cosa, desde el principio de la vida. Para meter un gol. Y no un gol, sino… “El Gol”.
Igual que ahora, que sigo programado para tener a la mejor mujer del mundo y los mejores hijos. Para encontrar el mejor trabajo del mundo y convertirme en el mejor profesional en mi especialidad.
Lo que seguramente ocurre, y casi siempre se me olvida, es que para ello también tengo que haber sido el mejor niño comedor de pescado con espinas, y el mejor hacedor de los deberes de mañana. Pero mis sueños siguen ahí, demandando adrenalina para tomar forma, día tras día.
Y si en semanas como ésta, o la anterior, o la siguiente… mis músculos no reciben el preciado combustible, entonces no hay movimiento, no hay ganas, y lo que es peor, no hay sueños.
Hace no mucho tiempo, Javier tuvo que atravesar un desierto, sólo y sin agua. Quedaban pocos meses para salir de aquel mar ardiente cuando dio con un enorme oasis, lleno de agua y lleno de belleza. Y allí se quedó, sin pensar que su deseo último no era sino atravesar valles y montañas mucho más allá de los confines de su desierto provisional. En el oasis ya no quedaban reservas de adrenalina. Pero como era de suponer, las pocas jornadas que separan el oasis del límite más cercano son irrealizables sin algo de aquella gasolina. Y como es de suponer, vuelvo a la necesidad de hacer los deberes. Porque cuando no hay montañas o valles repletos de adrenalina, la valiosa sustancia sólo puede extraerse de una única fuente: mi sudor, que emana de mi esfuerzo. Y lo malo es que sigo necesitando a su vez más adrenalina para que la máquina funcione y comience a esforzarse. Así pues, un círculo vicioso, que se rompe en el momento que apagamos los motores y empezamos a mover la máquina de forma manual, y sudando mucho.
Pero no somos gacela, ni somos guepardo. Somos mujeres y hombres con el miedo de la gacela y la ambición del guepardo mezclados en cada uno de nosotros. Y las ganas de luchar las necesitamos en nuestra jungla, para comer y no ser comidos, varias veces en un mismo día.
Yo también necesito tener ganas de tener ganas. Para comer y no ser comido. Para querer luchar en la búsqueda de mis sueños y para poder luchar contra los que me quieran quitar lo poco que tengo. Yo también necesito adrenalina.
Vivir es un acto de fe, pero sobretodo es un acto de ilusionismo. Como el niño que baja raudo al parque donde le aguardan sus amigos con el balón de reglamento. El mundo se detiene en ese punto, en el saque inicial del partido. Y mis pantalones cortos tiemblan conmigo en la comida, y durante los deberes, y mientras bajo los escalones de tres en tres, porque ambos estamos programados para una misma cosa, desde el principio de la vida. Para meter un gol. Y no un gol, sino… “El Gol”.
Igual que ahora, que sigo programado para tener a la mejor mujer del mundo y los mejores hijos. Para encontrar el mejor trabajo del mundo y convertirme en el mejor profesional en mi especialidad.
Lo que seguramente ocurre, y casi siempre se me olvida, es que para ello también tengo que haber sido el mejor niño comedor de pescado con espinas, y el mejor hacedor de los deberes de mañana. Pero mis sueños siguen ahí, demandando adrenalina para tomar forma, día tras día.
Y si en semanas como ésta, o la anterior, o la siguiente… mis músculos no reciben el preciado combustible, entonces no hay movimiento, no hay ganas, y lo que es peor, no hay sueños.
Hace no mucho tiempo, Javier tuvo que atravesar un desierto, sólo y sin agua. Quedaban pocos meses para salir de aquel mar ardiente cuando dio con un enorme oasis, lleno de agua y lleno de belleza. Y allí se quedó, sin pensar que su deseo último no era sino atravesar valles y montañas mucho más allá de los confines de su desierto provisional. En el oasis ya no quedaban reservas de adrenalina. Pero como era de suponer, las pocas jornadas que separan el oasis del límite más cercano son irrealizables sin algo de aquella gasolina. Y como es de suponer, vuelvo a la necesidad de hacer los deberes. Porque cuando no hay montañas o valles repletos de adrenalina, la valiosa sustancia sólo puede extraerse de una única fuente: mi sudor, que emana de mi esfuerzo. Y lo malo es que sigo necesitando a su vez más adrenalina para que la máquina funcione y comience a esforzarse. Así pues, un círculo vicioso, que se rompe en el momento que apagamos los motores y empezamos a mover la máquina de forma manual, y sudando mucho.
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