domingo, 12 de abril de 2020

ALLES WALZER!

Corría el decimoprimer día del mes de diciembre de 1877 en la gélida ciudad de Viena…

- Mira querida, en el Wiener Zeitung afirman las autoridades que el Káiser también va a asistir a la inauguración del baile, no sé si estaremos a la altura un evento tan solemne como este.
- No te preocupes Klaus, además nunca se sabe. Podremos hablar con la flor y nata de este lado del Danubio. Y ya lo estoy viendo… serás de los más guapos; diría que el bigote imperial te queda mejor que al mismísimo archiduque.
- ¡Pero qué imaginación tienes Sofía, por todos los santos! Entre esa multitud seguro que pasamos totalmente desapercibidos durante toda la noche. Al menos espero que nuestro pequeño Federico disfrute de la velada con el resto de infantes allí presentes.

La entrada del Operntheater se fue llenando de fracs, uniformes de gala y pomposos vestidos desde primera hora de la tarde, más si cabe cuando arreció la nevada que ya de por sí dificultaba el tránsito de los lujosos carruajes. A pesar de la impecable organización y el acceso ordenado, nunca se había visto tanta aristocracia junta entre aquellas columnas.
No fue fácil para nuestra joven pareja mantener tranquilo a su travieso Federico, fascinado bajo ese mundo de color, anfiteatros engalanados, centros florales imposibles, aromas a mil perfumes y afeites, pero sobre todo ante aquellas enormes lámparas cargadas con cientos de velas ardientes, y otros tantos cristales de infinitos reflejos.

Todo comenzó con normalidad, dentro de la excitación general. Durante la cena, Sofía no podía dejar de hacer mención de cada detalle al bueno de su esposo; que si el tocado de la duquesa de Estiria, que si el vestido de la condesa de Carintia, que si la extrema delgadez de la emperatriz Elisabeth…

La temperatura llegó casi a su punto más álgido cuando las ciento cincuenta parejas de debutantes comenzaron a entrelazarse en una coreografía sin precedentes. Los rápidos movimientos, durante meses ensayados, provocaron incluso algún mareo en la concurrencia, aunque, todo sea dicho, quizá agudizado por los ríos de proseco de la región que habían regado la opípara cena.


Pero llegó el momento más esperado. El maestro de ceremonias dijo las palabras mágicas:
- ¡Alles Walzer!-
Y con ello nuestros amigos, se lanzaron a la pista a bailar la famosa polonesa con tanto entusiasmo, que se olvidaron al pequeño Federico en la mesa, dando por sentado que se comportaría con la formalidad que se espera de un auténtico Gruber como su padre.
Pero la historia se escribe con detalles, y el destino de nuestro menudo muchacho no pasaba aquella noche por observar el mundo desde una butaca color burdeos.

Quiso esperar unos minutos por aquello de no ganarse una buena reprimenda, pero le pudo pronto el ansia de aventuras. Al poco tiempo no supo ya a qué altura estaba del teatro, ni dónde había quedado la mesa, y mucho menos por dónde debían estar sus progenitores, así que, entre el miedo a no saber regresar y las ganas de encontrar algún amigo para jugar, siguió adentrándose en aquel mar de mostachos y moños danzantes.

- Hola, ¿te has perdido? Le dijo una voz de niño, unos pasos más adelante, a su derecha.
Era seguramente de su edad, año arriba o año abajo. Pero su uniforme nada tenía que ver con el de marinero de agua dulce que le habían obligado a él a llevar esa noche. Más bien era como un pequeño militar o un príncipe en miniatura, con una extraña banda rojiblanca cruzada desde el hombro derecho.
- ¡Hola! No… bueno, un poco. Mis padres están bailando. No sé si aún saben que me he perdido. ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Franz… aunque cuando se enfada mi institutriz me llama por mi nombre completo. Me grita ¡Franz Ferdinand, como no vengas ahora mismo, le digo a tu padre lo que has hecho! Y ya sabes lo que eso significa… ¿Y tú…, cómo te llamas?
- Yo soy Federico, sólo Federico. Mi mamá cuando se enfada también me grita, pero sólo ¡Federico, que se lo digo a tu padre!

Así estuvieron un rato, hablando y jugando, hasta que en un momento dado, cuando jugaban a los soldados y a dispararse entre los bailarines con la punta del dedo índice, Franz se quedó quieto, pensativo… y se sentó en el escalón que separaba la pista de las mesas, con la mirada perdida en el más allá.
- ¿Qué te pasa Franz? Le preguntó preocupado Federico.
- Nada… es que cuando me disparabas, de pronto me he acordado de la pesadilla que tuve anoche.
- Vaya. Pero… ¿por qué? ¿Estabas en la guerra?
- No… no exactamente. Iba en un carro muy largo como de metal, pero que se movía sin caballos, y llevaba un traje muy parecido a este. Yo saludaba a la gente alrededor, con una mujer muy simpática a mi lado… luego sólo recuerdo un sonido muy fuerte, y me desperté muy asustado, con mucho dolor en esta parte de cuello.
- Pues ahí no tienes nada. No te preocupes, yo también tengo pesadillas a veces.
- Mmmm… ¡vale! ¡Venga, vamos a seguir jugando Federico!
- Me gustaría, pero debo regresar. Mi mamá seguro que ya me está buscando hace rato. Me he divertido mucho Franz… Ferdinand.
- ¡Vale!, a lo mejor volvemos a vernos algún día, o quizá vuelves a saber de mi. Mi tío es muy famoso, es el emperador de Austria ¿sabes?. ¡Adiós Fede!
- ¡Adiós!

Han pasado treinta y seis años, y Federico Gruber es ahora redactor jefe de noticias internacionales en el diario Wiener Zeitung. Algo raro se viene respirando en la redacción toda la mañana, como siempre que hay una noticia bomba.

Es casi mediodía, y está a punto de bajarse a almorzar, pero prefiere abrir el telegrama urgente que acaba de llegar de su corresponsal en Bosnia y Herzegovina, por si fuera algo realmente importante. 

Le basta un rápido vistazo, y el recuerdo más demoledor de su infancia, ese que le acompañará ya de por vida, le recorre la columna como un escalofrío infinito…


Acaba de dar comienzo la primera gran guerra mundial.




(1. Historia sobre un baile multitudinario, perteneciente al Reto Literario 2020 - #52RetosLiterup)

domingo, 2 de febrero de 2020

Despedirnos...


Anoche soñé con mis padres. Estaban junto a una vía de tren en medio de la nada, quizá una paramera cuya monotonía sólo se quebraba con la cremallera de aquellos raíles oxidados. No sé si llegué a mirar hacia lo alto, pero el cielo se me antoja empapado de nubes grises y gruesas como sólo pueden verse en los sueños profundos.

Ambos estaban junto a las vías, y yo junto a ellos, sentado en el suelo… quizá desde esa perspectiva original de los tiempos de niñez en que por mi edad sólo podía mirarlos de abajo a arriba. No hubo diálogo alguno inteligible, como nunca lo hay con ellos mal que me pese reconocerlo. Pero acaso mis sueños hablan el lenguaje de los animales, diciéndolo todo y más, sin necesidad de articular palabra.
Y sin diálogo, puede entender que mi padre estaba ya listo para partir junto a mi madre. Creo que a ratos yo sí que pude balbucear algo, tan solo para sollozar, desde el niño que fui, la no aceptación de su marcha. Me quejaba como el hijo que no acepta que no le compren un dulce en la pastelería de al lado.
No entiendo los sueños. Más bien mi ego, que cree llevar el timón en este plano, no entiende bien los sueños. Mi padre se fue ya hace más de dos años, y mi madre hace más de diez. Y sin embargo en el sueño parecía como si la ausencia de mi madre y su morada actual estuvieran ya bien aceptadas y encajadas. No así la de mi padre. Con el agravante de que, aún no sé hacia qué lado de la consciencia, siempre creí amar más a mi madre que a mi padre. Incluso no olvido aquellos días infantiles en que tan a menudo le decía a mi madre: - ¡le odio! - . Luego pasaron los años, y las décadas, y conscientemente siento un amor inmenso por ambos. Siento que por la edad y la desorientación de mi padre, le pudimos prestar la atención que nunca le llegamos a prestar a mi madre, con el intenso dolor que tuvo que sufrir, por dentro y por fuera de su alma.
La vida no da segundas oportunidades de tal calibre. Y a menudo pienso que, aunque nos las diera, de nuevo sumidos en este sueño que se llama realidad, quizá volveríamos a descuidarla, como se suelen descuidar las cosas que más amamos.
El hecho es que siento que con el sueño de ayer, mi última vinculación con esa energía que me dio la luz y me alimentó de caricias y delicias en la mesa, ha llegado a su fin. Mis padres se han ido al fin, como se fueron sus padres, y sus abuelos antes que ellos. Nosotros nos iremos, y las siguientes generaciones también lo harán. Y este paso y medio por la tierra que cruje a nuestros pies, no habrá sido más que esa leve oportunidad que el universo nos regaló para decir lo que vinimos a decir, que quizá no sea mucho, pero lo es todo.
Creo que vinimos aquí para ser la máxima expresión de lo que cada uno es, de lo que cada uno fue y casi nunca recuerda. Vinimos en realidad para nada, y con la liviandad que da esa libertad vital, vinimos para decir y hacer lo que realmente somos. No para arrastrar el alquitrán que se nos pega cuando nos estampan el sello genealógico o el nacional. Sino para aprender lo antes posible a desguazar las alas encofradas y volar. Volar alto o a ras de las olas, pero volar, volar y no regresar jamás a los miedos ancestrales, salvo para perdonarlos y hacerles la reverencia que se le hace a un antiguo maestro cuando le saludas por la calle tras reconocerlo en la distancia.
El sueño de ayer me dejó un regusto a incógnita y ansiedad, como todos los sueños que nacen del sótano más privado del ser. Pero pase lo que pase, no consigo ni quiero encontrar las palabras exactas para expresaros, mamá, papá, lo mucho que os amaré siempre, y lo feliz y afortunado que me siento, precisamente desde estos días inciertos que fluyen calendario arriba, de haberos tenido como compañeros de viaje.

Precisamente desde estos días de soledad e incertidumbre, mi amor y mi nostalgia por vuestro calor incondicional se multiplican por un número aún no descubierto.

Los años pasan, y no es lo mismo haberos perdido hace un año que hace diez, o veinte. Tengo la terrible sensación de que todo y todos han cambiado, pero yo sigo siendo el mismo. Exactamente el mismo. Siento que todo envejece, empezando por mi cuerpo. Pero yo sigo siendo el mismo. Si estuvierais aquí ahora mismo, sé que os hablaría como lo hice hace dos décadas, igual que hace cuarenta años, cuando aún creía que la vida era eso donde todo lo bueno estaba aún por llegar.
Si estuvieras aquí mamá, sé exactamente cómo me cogerías de la mano, y cómo me abrazarías el alma con esa sonrisa tuya que no he vuelto a ver jamás en ningún ser de esta tierra. Y tú papá, sé perfectamente como te esforzarías en decirme alguna palabra reconfortante, de esas que atravesaban grandes distancias cuando venían directamente de tu corazón.
Esta casa está llena de recuerdos, de libros y figuras de tiempos pasados con vosotros. Y al igual que aquellos tiempos en que estaba deseando volar, para empezar a ser yo mismo con total libertad, ahora estoy deseando salir de aquí, pero quizá por motivos muy distintos. Ya no queda aquí nada nuestro. Sé que habéis dormido junto a mi infinidad de noches, como lo habéis hecho con mis hermanos. Pero seguramente, el hecho de que os tengáis que ir ya, y así me lo habéis hecho saber en el sueño de anoche, es algo que vosotros, desde donde estáis, comprendéis mucho mejor que yo en este plano lleno de ruido y confusión.