sábado, 25 de junio de 2016

Dos instantes

Estos días de cuidados intensivos y nervios al filo, mientras el otoño de una vida sigue haciendo mella en aquel que hace poco más de medio siglo llenó esta casa de ilusiones, quince metros más abajo una familia de gatos comunes trata de hacer lo propio. Madre soltera quizás, con dos mininos blanquinegros a cual más despierto y juguetón.
Me asomo a la ventana, silbo en lenguaje felino, y uno de los peques mira en derredor con curiosidad y recelo. Mi predisposición, heredada de otras tierras y otras lunas, les ayuda a robarme unos latidos.
Pero no hago nada, pues supongo pertenecen a los chavales del estudio de arquitectura del piso bajo.


Han pasado dos semanas, y me dispongo a bajar la bolsa de basura al contenedor del patio, donde residen nuestros amigos de uñas retráctiles. Más cuando paso junto a la valla, el mundo se detiene, el reloj se ralentiza y un halo de muerte recorre mi horizonte, a la altura de la acera, entre dos coches ajenos a la desgracia que yace joven e inerte como un estigma en el árido asfalto.
Mi mente ignora lo que mis ojos supieron desde el primer fotograma, y paso por delante del ya rígido gatito llamándole con aquel silbido felino, que ya no sirve para nada. Su inmovilidad me confirma lo peor, pero continúo hacia el cubo de basura ya con las neuronas en modo negación. Ese modo que todos conocemos en que sabes, pero no quieres saber.

Me acerco a él. Su postura arbitraria sugiere el golpe fatal que debió hacerle rodar hasta ahí, con la cabecita apoyada en la acera, como si en verdad estuviese relajado, descansando tras unas carreras jugando con su hermanita. Por eso aún quiero mantener la esperanza... pero no. Al tocar su pelo suave también noto la terrible rigidez, que dispara mi recuerdo hacia aquella otra tarde en que miraba hacia lo alto con recelo y curiosidad en respuesta a mi silbido desde la ventana.

Lo cojo con ambas manos, duro y frío como la muerte gatuna. Qué maldito coche pudo segar sus siete vidas de un sólo golpe, me pregunto sin aliento. Como un autómata entro en el patio, y busco un lugar para dejarlo; y entre hacer un hoyo en el suelo y posarlo con angustia dentro del cubo de la basura orgánica, me decido por esto último.

He de darme prisa, pues unos amigos están a punto de venirme a buscar para ir a comer. Así que salgo de allí, y les llamo con la idea de relatarles el triste episodio. Pero hace mucho que no les veo. Y entre los abrazos y risas del reencuentro, me hacen olvidar al pequeño que se fue para siempre.

La vida sigue. Tratamos de entender esto de la existencia desde ese primer rayo de raciocinio que nos atraviesa durante la infancia. Pero llegan las nieves del tiempo, y seguimos sin entender al de la guadaña. Esta vez vino a por un gatito de mi patio, orejudo y juguetón como tantos otros millones de gatitos alrededor de este mundo.
Si no lo ves no existe. Pero a este yo lo vi en mi jardín, como una flor recién abierta en la mañana. Y aunque sólo fueron dos instantes, con siete vidas de diferencia entre uno y otro, creo que jamás olvidaré que lo tuve entre mis manos, aunque demasiado tarde.


domingo, 19 de junio de 2016

Akela

Ayer fui con mi padre a uno de los centros comerciales que salpican Madrid, a que nos diera un poco "el aire" y hacer alguna compra. Estos lugares serían hoy, en los albores del siglo XXI, y salvando una triste distancia cultural y biológica, como aquel poyete en la plaza del pueblo, o como el "roquedal del consejo" donde la manada de lobos celebraba sus asambleas. Y digo triste por esa nueva manera que tenemos los monos desnudos de relacionarnos con el resto de congéneres. Muy poco que ver con nuestros homínidos orígenes.
Comimos, bebimos, conversamos... y cuando de camino hacia la tienda de ropa pasamos frente a las taquillas del cine, en lugar de continuar pasillo arriba decidimos entrar a ver la nueva versión de la novela de Kipling
"Esta es la Ley de la Jungla -tan antigua y cierta como el cielo; prosperará el Lobo que la cumpla. Mas el Lobo que la transgreda habrá de morir. Igual que trepa la hiedra alrededor del tronco del árbol, la Ley avanza y retrocede- pues el Lobo es la fuerza de la Manada y la fuerza del Lobo está en la Manada..."

 Y bien por los tiempos que me tocan de lobo dispersante, bien por la carga emocional que subyace en esta historia, tuve que enjugarme las lágrimas cada pocas secuencias de esta cinta a priori para niños.
Allí estaban Akela y Raksha, la noble pareja alfa protegiendo a la manada sin condiciones. Allí también Bagheera y Baloo con sus roles humanizados, ocupando su lugar en la educación de Mowgli y en el resto de niños del patio de butacas. Al igual que Kaa y Shere Khan jugando un papel de proscritos que jamás existió en la cadena trófica. 

Cada persona, humana o no humana, se sirve de un lenguaje de diferentes sonidos, gestos y a veces símbolos. Todos para comunicarse. Desde el primer día de vida en el planeta azul, hemos prosperado todas y todos, desde las procariotas hasta el astronauta que hollará pronto la superficie de Marte, gracias a la interacción con nuestros compañeros de viaje.
Y esta película infantil en la que lobos, osos y panteras hablaban el mismo idioma que la señorita del punto de información de ahí fuera, es un buen ejemplo de esa comunicación. Actualmente denominada "Educación Ambiental".
Casi me molesta el término, pues la considero una redundancia. Es decir, si la educación recibida por cualquier cachorro de esta Tierra no es en primer lugar "ambiental", ciertamente no es educación sino propaganda local, como bien comenta el oso pardo Baloo en una de sus mejores frases. 

Cada mono tiene su biología y sus preferencias. Y aunque si bien la mía comulga más con la de los cánidos sociales que con la de los solitarios félidos, cada día que pasa admiro más y más a ambos. Igual que a todos los personajes que aparecen en la peli, incluso me atrevo a decir que también a los humanos, justo hasta el día que descubrieron la "flor roja"...