domingo, 2 de febrero de 2020

Despedirnos...


Anoche soñé con mis padres. Estaban junto a una vía de tren en medio de la nada, quizá una paramera cuya monotonía sólo se quebraba con la cremallera de aquellos raíles oxidados. No sé si llegué a mirar hacia lo alto, pero el cielo se me antoja empapado de nubes grises y gruesas como sólo pueden verse en los sueños profundos.

Ambos estaban junto a las vías, y yo junto a ellos, sentado en el suelo… quizá desde esa perspectiva original de los tiempos de niñez en que por mi edad sólo podía mirarlos de abajo a arriba. No hubo diálogo alguno inteligible, como nunca lo hay con ellos mal que me pese reconocerlo. Pero acaso mis sueños hablan el lenguaje de los animales, diciéndolo todo y más, sin necesidad de articular palabra.
Y sin diálogo, puede entender que mi padre estaba ya listo para partir junto a mi madre. Creo que a ratos yo sí que pude balbucear algo, tan solo para sollozar, desde el niño que fui, la no aceptación de su marcha. Me quejaba como el hijo que no acepta que no le compren un dulce en la pastelería de al lado.
No entiendo los sueños. Más bien mi ego, que cree llevar el timón en este plano, no entiende bien los sueños. Mi padre se fue ya hace más de dos años, y mi madre hace más de diez. Y sin embargo en el sueño parecía como si la ausencia de mi madre y su morada actual estuvieran ya bien aceptadas y encajadas. No así la de mi padre. Con el agravante de que, aún no sé hacia qué lado de la consciencia, siempre creí amar más a mi madre que a mi padre. Incluso no olvido aquellos días infantiles en que tan a menudo le decía a mi madre: - ¡le odio! - . Luego pasaron los años, y las décadas, y conscientemente siento un amor inmenso por ambos. Siento que por la edad y la desorientación de mi padre, le pudimos prestar la atención que nunca le llegamos a prestar a mi madre, con el intenso dolor que tuvo que sufrir, por dentro y por fuera de su alma.
La vida no da segundas oportunidades de tal calibre. Y a menudo pienso que, aunque nos las diera, de nuevo sumidos en este sueño que se llama realidad, quizá volveríamos a descuidarla, como se suelen descuidar las cosas que más amamos.
El hecho es que siento que con el sueño de ayer, mi última vinculación con esa energía que me dio la luz y me alimentó de caricias y delicias en la mesa, ha llegado a su fin. Mis padres se han ido al fin, como se fueron sus padres, y sus abuelos antes que ellos. Nosotros nos iremos, y las siguientes generaciones también lo harán. Y este paso y medio por la tierra que cruje a nuestros pies, no habrá sido más que esa leve oportunidad que el universo nos regaló para decir lo que vinimos a decir, que quizá no sea mucho, pero lo es todo.
Creo que vinimos aquí para ser la máxima expresión de lo que cada uno es, de lo que cada uno fue y casi nunca recuerda. Vinimos en realidad para nada, y con la liviandad que da esa libertad vital, vinimos para decir y hacer lo que realmente somos. No para arrastrar el alquitrán que se nos pega cuando nos estampan el sello genealógico o el nacional. Sino para aprender lo antes posible a desguazar las alas encofradas y volar. Volar alto o a ras de las olas, pero volar, volar y no regresar jamás a los miedos ancestrales, salvo para perdonarlos y hacerles la reverencia que se le hace a un antiguo maestro cuando le saludas por la calle tras reconocerlo en la distancia.
El sueño de ayer me dejó un regusto a incógnita y ansiedad, como todos los sueños que nacen del sótano más privado del ser. Pero pase lo que pase, no consigo ni quiero encontrar las palabras exactas para expresaros, mamá, papá, lo mucho que os amaré siempre, y lo feliz y afortunado que me siento, precisamente desde estos días inciertos que fluyen calendario arriba, de haberos tenido como compañeros de viaje.

Precisamente desde estos días de soledad e incertidumbre, mi amor y mi nostalgia por vuestro calor incondicional se multiplican por un número aún no descubierto.

Los años pasan, y no es lo mismo haberos perdido hace un año que hace diez, o veinte. Tengo la terrible sensación de que todo y todos han cambiado, pero yo sigo siendo el mismo. Exactamente el mismo. Siento que todo envejece, empezando por mi cuerpo. Pero yo sigo siendo el mismo. Si estuvierais aquí ahora mismo, sé que os hablaría como lo hice hace dos décadas, igual que hace cuarenta años, cuando aún creía que la vida era eso donde todo lo bueno estaba aún por llegar.
Si estuvieras aquí mamá, sé exactamente cómo me cogerías de la mano, y cómo me abrazarías el alma con esa sonrisa tuya que no he vuelto a ver jamás en ningún ser de esta tierra. Y tú papá, sé perfectamente como te esforzarías en decirme alguna palabra reconfortante, de esas que atravesaban grandes distancias cuando venían directamente de tu corazón.
Esta casa está llena de recuerdos, de libros y figuras de tiempos pasados con vosotros. Y al igual que aquellos tiempos en que estaba deseando volar, para empezar a ser yo mismo con total libertad, ahora estoy deseando salir de aquí, pero quizá por motivos muy distintos. Ya no queda aquí nada nuestro. Sé que habéis dormido junto a mi infinidad de noches, como lo habéis hecho con mis hermanos. Pero seguramente, el hecho de que os tengáis que ir ya, y así me lo habéis hecho saber en el sueño de anoche, es algo que vosotros, desde donde estáis, comprendéis mucho mejor que yo en este plano lleno de ruido y confusión.

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