sábado, 31 de octubre de 2009

La Referencia

Hace algunos años, mientras salíamos de marcha con los amigos, nos preguntábamos si realmente valía la pena perder un solo minuto pensando en la increíble chica que cada uno de nosotros iba a conocer esa noche, cuando todas esas noches volvíamos atravesando el parque con aquel anhelo ya apagado y algo de alcohol en sangre. La historia se repetía cada fin de semana, y nunca dejábamos de imaginar esos ojos, esas curvas, ni esa risa tan femenina… justo antes de salir de casa.
Seguramente esa no era la única referencia a la hora de salir a dar sentido a nuestra juventud en las entrañas de la noche madrileña, pero me parece un ejemplo muy significativo, al menos en mi caso personal. Es significativo por lo simple. Pero hay muchos más que nos acompañan a lo largo de la vida, para que el combustible no se agote.
Mires donde mires, verás a una persona joven que despierta cada mañana para trabajar, estudiar y vivir un día más con la mirada puesta de reojo en referencias tales, como un buen trabajo, una casa, un coche... y, quizá debiera haberlo puesto en primer lugar, una pareja con quien compartir todo lo conseguido y por conseguir.
Es evidente que si no hubiera nada tras el telón de nuestro devenir, poca gente tomaría la decisión de poner un pie delante del otro. Y aunque hay quien preconiza que el auténtico protagonismo de la vida está en el camino, y no en los objetivos, jamás hubo camino que no comenzase con un letrero señalando hacia un deseo concreto.
La mente humana necesita pues, una referencia, un objetivo para cada camino que decidimos emprender. Y es cierto que muchas veces, una vez en la meta, observamos con asombro lo insignificante de este punto en relación al interesante periplo dejado atrás.
Pero voy al caso contrario. Ese en el que aquella referencia se difumina, e incluso acaba por desaparecer. Si no hay meta, no hay camino que lleve a ella, o en el mejor de los casos, la senda será trazada sin brújula y sin mapa, porque no se sabe bien hacia dónde queremos que se dirija.
Cuando algo nos falta, precisamente tal cosa se convierte en referencia a la que mirar de frente para conseguirla. Así pues, parece que de pequeños objetivos andamos sobrados. Sin embargo, lo que nos hace movernos con ganas, lo que nos hace seguir aún con el depósito en la reserva, es el Gran Objetivo. Ese que cada uno tiene desde que empezó a hacer uso de la razón.
En mi caso siempre fue tener novia, alguien a quien darme y de quien recibir todo lo que un hombre pueda desear como tal. Pero a menudo sale a la luz esa otra meta que a ratos es un referente y a ratos es una brújula girando frenéticamente sobre su eje: mi carrera.

Cuando mi profesión, en la que sigo creyendo estar inmerso desde hace catorce años, deja de ser referente, surge la incertidumbre, surge la nada. Y despertar cada día sin el punto de apoyo de una ilusión que tarde o temprano llegará a ser realidad, es caminar sin saber hacia dónde y sin saber siquiera por qué estás caminando. La vida es esto seguramente; hacer la huelga a la japonesa. Seguir, y perseguir metas socialmente impuestas, crearte verdaderas ilusiones de la nada, de un caldo de cultivo ajeno, ajeno al germen adolescente que una mañana te impulsó a querer llegar a lo más alto, según esa forma de ver la vida que más te movía a seguir y a soñar cada noche, y sobretodo a levantarte de un salto lleno de ganas cada una de esas mañanas.

El Club de la Lucha

Puede ser adrenalina lo que produce el cuerpo de la gacela para tener esa centésima de segundo sobre el guepardo. Quizá sea adrenalina lo que mi cuerpo también necesita para subsistir en una infinita sabana de aceras y semáforos en rojo.
Pero no somos gacela, ni somos guepardo. Somos mujeres y hombres con el miedo de la gacela y la ambición del guepardo mezclados en cada uno de nosotros. Y las ganas de luchar las necesitamos en nuestra jungla, para comer y no ser comidos, varias veces en un mismo día.
Yo también necesito tener ganas de tener ganas. Para comer y no ser comido. Para querer luchar en la búsqueda de mis sueños y para poder luchar contra los que me quieran quitar lo poco que tengo. Yo también necesito adrenalina.
Vivir es un acto de fe, pero sobretodo es un acto de ilusionismo. Como el niño que baja raudo al parque donde le aguardan sus amigos con el balón de reglamento. El mundo se detiene en ese punto, en el saque inicial del partido. Y mis pantalones cortos tiemblan conmigo en la comida, y durante los deberes, y mientras bajo los escalones de tres en tres, porque ambos estamos programados para una misma cosa, desde el principio de la vida. Para meter un gol. Y no un gol, sino… “El Gol”.
Igual que ahora, que sigo programado para tener a la mejor mujer del mundo y los mejores hijos. Para encontrar el mejor trabajo del mundo y convertirme en el mejor profesional en mi especialidad.
Lo que seguramente ocurre, y casi siempre se me olvida, es que para ello también tengo que haber sido el mejor niño comedor de pescado con espinas, y el mejor hacedor de los deberes de mañana. Pero mis sueños siguen ahí, demandando adrenalina para tomar forma, día tras día.
Y si en semanas como ésta, o la anterior, o la siguiente… mis músculos no reciben el preciado combustible, entonces no hay movimiento, no hay ganas, y lo que es peor, no hay sueños.

Hace no mucho tiempo, Javier tuvo que atravesar un desierto, sólo y sin agua. Quedaban pocos meses para salir de aquel mar ardiente cuando dio con un enorme oasis, lleno de agua y lleno de belleza. Y allí se quedó, sin pensar que su deseo último no era sino atravesar valles y montañas mucho más allá de los confines de su desierto provisional. En el oasis ya no quedaban reservas de adrenalina. Pero como era de suponer, las pocas jornadas que separan el oasis del límite más cercano son irrealizables sin algo de aquella gasolina. Y como es de suponer, vuelvo a la necesidad de hacer los deberes. Porque cuando no hay montañas o valles repletos de adrenalina, la valiosa sustancia sólo puede extraerse de una única fuente: mi sudor, que emana de mi esfuerzo. Y lo malo es que sigo necesitando a su vez más adrenalina para que la máquina funcione y comience a esforzarse. Así pues, un círculo vicioso, que se rompe en el momento que apagamos los motores y empezamos a mover la máquina de forma manual, y sudando mucho.

Augenblick auf Sardinien

 En unas ruinas sardas, a medio camino entre tus blancas cumbres y mis ocres estepas, yacen nuestros sueños bajo el roce del ocaso...